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Esclavos de la comida

En este artículo me planteo la relación de esclavitud que mantenemos con la comida, y que hemos llegado a normalizar con el argumento de ser una innegable fuente de placer.

Parece evidente que cualquier encuentro social viene acompañado de comida. Incluso también está muy presente en los desencuentros, especialmente con nosotros mismos. Me quedo a solas y para desconectarme, calmarme, llenar un vacío, aliviar un disgusto… recurro a la comida. No voy a entrar ahora a analizar si lo hacemos con comida chunga o sana (profundizaré en ello cuando hable de emociones y alimentación, en próximo artículo).

El modelo alimentario de nuestra sociedad moderna se caracteriza por un consumo consumista. ¿Qué caracteriza a este tipo de consumo? La desenergetización y la desvitalización, pues se basa en la industria alimentaria que procesa y ultraprocesa los alimentos naturales y frescos. Esto no es una buena noticia. Y está en el origen de la relación de esclavitud con lo que comemos.

No siempre ha sido así, y no siempre se ha vendido y comprado la comida, o por lo menos no toda (en todo caso, se vendía el excedente para poder adquirir otros objetos no comestibles y necesarios para la vida). Esto es muy interesante, porque en el momento en el que el ser humano adquiere algo con moneda de pago, significa que pasa a pertenecerle. Esta pertenencia está en la base de las relaciones de poder, que son una forma de esclavitud.

Por eso, cuando oigo decir a muchas personas que se sienten esclavas de la comida, algo no me cuadra, pues no es la comida quien nos compra, somos las personas las que compramos comida. No se trata de un juego de palabras; lo que me parece revelador es cómo llegamos a invertir la gramática para expresar, a fin de cuentas, que no tenemos una relación de igual a igual con la comida. O sea, una relación sana o hábitos de vida saludable.

Si colocamos a la comida en el centro de nuestras experiencias, ¿qué lugar ocupamos nosotros en relación a los alimentos, o qué lugar estamos dejando de ocupar? A veces, es solo una cuestión de re-habitar el espacio que nos corresponde para que todo se re-ubique y, por tanto, se equilibre.

Es como si, al renunciar a ocupar nuestro lugar (nuestro propio centro), externalizáramos el poder personal y, de esta manera, la autorresponsabilidad que ello conlleva. Hemos aprendido esta estrategia, y la aplicamos a muchos ámbitos de la vida, también a la relación con la comida.

Cuando no sabemos o no podemos tener una relación saludable con la comida, por el motivo que sea, se rompe el equilibrio que necesita el cuerpo para preservar la vida. Y ante esta falta de equilibrio, aparecen las compensaciones. Existe una manera de compensar, adquirida y aprendida socialmente hasta el hartazgo, y que consiste en compensar desde los extremos. Dicho claro y corto, nos vamos al otro polo. No me responsabilizo ni me ocupo de lo que como y cómo lo como y cuánto como, me desentiendo (y desatiendo), y empiezo a decir que la comida me esclaviza. Esta es una postura que nos infantiliza y victimiza. Darnos cuenta de cómo funcionamos es fundamental para transformar los patrones que nos impiden tener unos hábitos de salud beneficiosos e integrados en nuestro cotidiano.

Compensar desde los extremos o polaridades opuestas es en sí mismo un oxímoron garrafal. Lo que podemos hacer de manera saludable es balancearnos pasando por el centro (con alimentos de energía estable). Sobre la bioenergética alimentaria escribí dos artículos que te invito a leer aquí.

Para ir concluyendo, creo que puede ayudarnos dejar de referirnos a “la comida”, y empezar a hablar de alimentos y de nutrición. También, el darnos cuenta de que el placer que sentimos comiendo no es igual al que sentimos nutriéndonos. Aunque no son irreconciliables, lo cierto es que podemos comer y no cuidarnos, pero cuando nos nutrimos está incluido el cuido con nosotros y, por ende, con nuestro entorno. Este placer es una fuente de bienestar más duradera en el tiempo y está en el origen de una salud integral.

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