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En este artículo me voy a referir a la energía de búsqueda y obtención del estímulo (o estímulos), y a su comportamiento impulsivo, que tiene como objetivo cubrir una carencia que va más allá de la necesidad fisiológica humana. Este comportamiento se caracteriza por ser muy repetitivo, insistente y ávido, aspectos requeridos para el mantenimiento de la carencia, por un lado, y para la compensación de la autodecepción y el dolor que la carencia ocasiona en la persona.

Empecemos considerando que en la base del estímulo está la búsqueda de la relajación para aliviar la tensión que sentimos. Sentimos tensión, pero, sobre todo, sentimos incomodidad y ganas imperiosas de eliminar o reducir aquello que nos resulta desagradable. Esta tensión es el resultado de dos fuerzas contrarias, estrés y descanso, que entran en lucha y supervivencia.

Al entrar en campo de batalla, lo hacemos con las armas que conocemos y tenemos muy a mano (especialmente en una sociedad consumista y de industria alimentaria y medicalizada como es la nuestra). Una de estas armas es la del estímulo compensatorio, y que en su desequilibrio por compensación se convierte en una fuerza antagonista a la nutrición.

Antes de continuar, me gustaría aclarar que se dice que el ser humano necesita “estímulos sanos”. Yo prefiero no usar esta terminología porque me parece que genera la ambivalencia de los estímulos buenos y malos. Además, opino que puede ser un abordaje superficial que no va a la raíz del asunto. Yo más bien diría que las personas tuvimos unas necesidades en las primeras etapas de nuestro desarrollo humano que no fueron satisfechas, y que dieron como resultado un hambre afectiva que durante la adultez tratamos de calmar.

Volviendo al campo de batalla, los estímulos que usamos como armas para resolver la contienda estrés versus descanso, con el tiempo, dejan de producir el beneficio del alivio que, inicialmente, aunque de manera engañosa y en perjuicio de nuestra salud, pudieron aportar. El uso del estímulo para mitigar, evitar, silenciar, anestesiar, anular la tensión que sentimos produce desequilibrio y, por tanto, desgaste y pérdida de nuestra energía vital. Esto se traduce en debilidad y falta de salud, no sólo a nivel físico, sino también a nivel psíquico y emocional.

La homeostasis (la capacidad de autorregulación del organismo) se pierde, y con el tiempo se deteriora su efectividad (aparece la enfermedad). Me gusta hablar o imaginarme un músculo que al dejar de usarse se estropea y pierde su función vital. El “músculo homeostático” ya no tiene su capacidad equilibradora y restaurativa. Si bien la homeostasis nos permite salir airosos y reforzados de los desequilibrios internos y externos que supone estar vivos, cuando se debilita y empobrece tanto, deja de funcionar. Más correcto sería decir que, cuando debilitamos y empobrecemos el organismo, anulamos la efectividad de su potencial equilibrador. En este sentido, los estímulos ponen a prueba la homeostasis.

Buscamos estímulos para relajarnos, o para sentirnos mejor o más reconfortados ante el desagrado, infelicidad o insatisfacción que sentimos. Algo no nos llena, no nos sacia, no nos nutre, nos deja hambrientas y hambrientos. El mejor manjar imaginable nos saciará lo que dure la ingesta y muy poco tiempo más.

También podemos buscar estímulos como recompensa o premio ante el esfuerzo que destinamos (y su desgaste correspondiente) a vivir un cotidiano que no nos es grato.

¿Qué mantenemos con los estímulos? ¿Qué compensamos con los estímulos?

Sucede que, en realidad, y esta es la paradoja y la perversión del estímulo, éste nos deja en un estado de pasividad e inmovilización, ya sea pasivo defensivo o su variante reactiva agresiva.

La fuerza o energía que subyace al estímulo es el de la compensación del dolor experimentado en un momento de la vida en el que, como niñas y niños, no podíamos gestionarlo y tampoco era nuestra responsabilidad.

Una posibilidad para restablecer el equilibrio que se pierde con el recurso compensatorio del estímulo es la experiencia del hábito de cuido como entrenamiento desde el cuerpo y basado en el sentir de los afectos de seguridad, sostén, no juicio, respeto y reconocimiento, para que la persona pueda crear nuevas memorias dentro de la lógica del cuido consciente y responsable.

Los hábitos de cuido, según la lógica y narrativa del Arte de cuidArte, se caracterizan por ser fuente de nutrición gracias al equilibrio dinámico. Los extremos siguen existiendo, pero no se niegan o demonizan. Se acepta su existencia como fuente de aprendizaje y se pone el foco en la vivencia del centro como lugar no fijo ni predefinido, donde cada individuo crea su propia experiencia en función de sus circunstancias, vivencias pasadas y potencial inherente homeostático.

En este contexto, las señales o síntomas son recibidos como recordatorios o llamadas del cuerpo a establecer un diálogo con las raíces del malestar y necesidad de transformación o cambio.

Buscamos sensibilizar el cuerpo para poder sentir la realidad que nos rodea desde la relación interior y exterior como una unidad inseparable. Para ello, necesitamos empezar a sentir que las partes de nuestro cuerpo son más que partes interrelaciones e interdependientes, son la misma cosa, la misma casa. Cuerpo y mente es una construcción mental e ilusoria. Pensamos con todo el cuerpo y sentimos con todo el cuerpo. Las células, los órganos, los sistemas anatómicos son sistemas cognitivos donde lo físico, emocional y psíquico son uno.

El entrenamiento para soltar el estímulo o la creencia en el estímulo como vía para la relajación supone un conocimiento profundo de una misma, de uno mismo, donde tomamos las riendas o responsabilidad de nuestra vida.

Todos los estímulos comparten la inmediatez de la satisfacción. Las personas que buscan estímulos de compensación, ya sea alimentarios o en otras áreas de la vida, tienen una estructura cognitiva (corporal) con dificultad para la reflexión y planificación en el tiempo.
En realidad, el nombre del estímulo u objeto del impulso no es tan importante como la propia búsqueda de satisfacción. Esta búsqueda es bastante apremiante, por la inmediatez con la que se persigue, pero también porque actúa como premio que compensa la autodecepción de no haberlo tenido en edad temprana (aquí, por premio, entiéndase no haber recibido la atención, sostén, reconocimiento, en algún momento de la vida en el que recibirlo era básico para la construcción del ser).

Así entendidos, los estímulos no pueden crear estructura estabilizadora, balanceadora, equilibradora. Y son en detrimento de la capacidad de autojuicio sano y conciencia de uno mismo.

Es posible que un buscador de estímulos se dé cuenta de la función que desempeña su búsqueda y consumación, pero lo tiene tan internalizado que, aunque quiera, replica lo conocido porque la fuente del malestar sigue estando. Aquí subyace una creencia de que sabe porque se da cuenta, pero es una cognición intelectualizada que aún dista de estar en la conciencia del cuerpo y todas sus células.

Alguien preguntará, pero si la fuente del malestar fue y ya ha pasado, ¿por qué persiste este comportamiento? Porque la memoria permea en sangre, actúa en el cuerpo (físico, emocional y mental) y es lo que conoce a nivel de programación neuronal. Incluso la persona lo ha convertido en patrón o modus operandi en su presente como adulto, e inconscientemente lo usa para eximirse de revisarlo, actualizarlo, cuestionarlo y cambiarlo.

Algo así como “quiero pero no puedo” o “quiero pero no quiero”, o “ya me gustaría, pero me supone mucho trajín a estas alturas de la película”, o “no quiero renunciar al alivio y comodidad que me dan”. Hasta que el perjuicio no sea mayor que el beneficio, es muy difícil que nos planteemos mirar de frente a nuestros estímulos compensadores y desequilibradores. Esos que mueven los hilos por nosotros. Y gastamos tanta energía en preservarlos que, al final, este cansancio y estrés acaban siendo aún mayores que el propio dolor que rememoramos en relación a nuestras carencias.

Lectura recomendada para la noción de Relajación. Leer aquí.

Autor de la imagen: David Szauder

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