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cambio y equilibrio

Sin resistencias no habría cambio, y viviríamos en un flujo o devenir continuo inalterado. Nada más lejos de la realidad.

Así visto, parece que las resistencias actúan como motor para el cambio. Algo así como el opuesto necesario para que el caos tenga sentido en el binomio caos-orden o caos-equilibrio.

Sigamos tirando del hilo.

El equilibrio es una narrativa siempre cambiante e inestable. ¿Está bien, está mal, es bueno, es malo? no son preguntas que tengan sentido para el principio universal de los pares o contarios opuestos complementarios. Yin contiene a yang, y yang contiene a yin. Esto es solo una manera de poner palabras a la lógica o funcionamiento de la Naturaleza. Decir que el equilibrio es cambiante e inestable es decir que el equilibrio es dinámico.

Solo en el cambio puede haber equilibrio. Si no, no es equilibrio.

Cambiamos (algo) cambiándolo, en gerundio. Esto es importante: el ritmo procesual de las cosas. Este ritmo atiende a unos tiempos internos que nos retan a parar y respirar más. Es decir, nos retan a sentir.

Respirar es vivir. Vivir es sentir.

Cambiar es mover cosas, no mover por mover (eso sería un yang de acción vacío). Mover para cambiar o cambiar para mover nos interpela muy directamente sobre aquellos aspectos que hemos ido acumulando y conformando como nuestra esencia, y que no se corresponden con ella. Esta contradicción es fuente de sufrimiento, malestar y desequilibrio.

Hablar del cambio es hablar de su contrario: el no cambio. En la lexicografía española tenemos las palabras fijo, inmutable, invariable; en la bioenergética alimentaria, los polos opuestos o extremos o la exaltación del alejamiento del centro; en la meditación budista, la permanencia; y en la terapéutica con marco integrativo psicocorporal, las resistencias, las defensas, o la estructura de carácter.

Conocemos y comprendemos con todo el cuerpo, no comprendemos solo con el cerebro. Y pensamos con todo el cuerpo, no solo con el cerebro. Aclaro esto porque hemos intelectualizado que la realidad que vivimos es impermanente. Y hemos creado una teoría acerca de la muerte para entender la mortalidad de los seres humanos. La intelectualización o racionalización de nuestros pensamientos hace que sepamos (nótese que ahora no utilizo la palabra “conocer”) que la realidad es cambiante y que, como dijo Heráclito, no es posible bañarse dos veces en el mismo río.

Pero si apelamos a nuestra experiencia empírica, percibimos cómo llueve, y después sale el sol, y después se pone el sol, y después cae la noche… Lo que sucede o vemos, no es igual a lo sucedido o a lo que sucederá. Si, además, tenemos disponible el conocimiento corporal, más allá del cerebro, podemos sentir que con la lluvia puedo tener sensación de humedad, con el sol calor, con la noche un descenso térmico de la temperatura…

Todo esto no es poca cosa, y conforma la percepción de la realidad que nos rodea. La realidad que experimentamos cambia, la experiencia, también.  

Si parece claro, ya sea porque nos lo han dicho y nos lo creemos, o lo hemos leído cientos de veces, y lo asumimos como verdadero; o ya sea, porque podemos percibirlo a través de nuestra conciencia corporal, que somos cambio, que las cosas cambian, que el cambio singulariza nuestra existencia y la del resto de los seres vivos de nuestro planeta, ¿por qué nos resistimos al cambio?

Vivimos empeñados en engordar la ilusión del no cambio y, sin embargo, fuera de esta ilusión todo está en constante cambio (impermanencia). No hay nada permanente excepto el cambio.

Planteaba la pregunta del porqué nos resistimos al cambio. Y antes que esto, ¿por qué o para qué cambiamos o las cosas cambian?

La lógica de los contrarios complementarios nos diría que existe el cambio porque existe el no cambio, lo invariable, lo fijo, lo estanco, lo inamovible… Existe lo uno porque existe lo otro, y ambos se necesitan para el funcionamiento dinámico de la vida. Es así, la naturaleza actúa de esta manera para preservar el equilibrio vital. Como formamos parte de la naturaleza y somos una expresión de ella, este principio se aplica también para los seres humanos con el propósito de preservar la vida. Dicho corto y simple, si puedo cambiar, puedo gestionar con nuevas opciones la adaptación que piden las nuevas circunstancias y que, de lo contrario, amenazarían la supervivencia.

Veamos un ejemplo. Tengo mucha hambre, no tengo comida y la tienda ha cerrado. Se me ocurren dos posibles movimientos para cambiar el hambre y cubrir mi necesidad: llamar a una vecina y pedirle si me ofrece unas manzanas, pan, huevos, sopa…, o pedir comida a domicilio. Ambas opciones son soluciones de supervivencia. Sobrevivir al hambre es mantener la vida. Cambiamos para mover lo estático y, por tanto, vivir.

Cambiamos para vivir. Reescribamos esta frase en su forma negadora: no cambiamos para no vivir.  No estoy jugando con las palabras. Las dispongo de esta manera para hacer más evidente algo que actuamos todos los días del año, a todas horas. Que repetimos y volvemos a repetir algunas cosas que no nos hace bien, y mientras las repetimos, no cambiamos. Y este proceder va fijando las resistencias defensivas que están en el origen del agotamiento (físico, emocional, mental) y de enfermedades (físicas, emocionales, mentales) características de nuestra sociedad y promovidas por ella.

Veamos, también, cómo la energía que depositamos en actuar las resistencias defensivas, que son resistencias al cambio, es tanta o mayor que el propio malestar. Como siempre, me gusta también la expresión corta y simple, esto es, que nos empeñamos insistente y tenazmente en preservar lo que ya no nos hace bien. En el mejor de los casos, nos damos cuenta desde la cabeza, pero no podemos transformarlo. En la mayoría de los casos, ni nos damos cuenta de nuestros mecanismos de defensa porque se han hecho piel. Nos hemos convertido en el patrón o en la estrategia conocida, vieja, repetida.

Y aunque es algo que ya no nos hace bien, porque colapsa todo el sistema/organismo, acudimos a ellos porque es con lo que crecimos, y algún beneficio nos aportaron en su día. Y, sobre todo, sobre todo, porque en el momento presente viene con envoltorio de alivio, si bien nos inhibe y desresponsabiliza de ponernos en contacto con lo que sentimos, que suele ser doloroso, muy doloroso. Al final, nos hallamos atrapados entre la incomodidad de seguir en lo viejo conocido (no cambio) y la incomodidad de pasar a lo nuevo desconocido (cambio). 

El ejemplo de arriba, de que tengo mucha hambre y esto amenaza mi supervivencia, puede sonar muy exagerado para quienes podemos acceder a la comida sin problema. Planteo otro ejemplo de otra naturaleza. Estoy en una fiesta, y una amiga me presenta a sus amigos como la experta en energías renovables. Yo tengo ganas de todo menos de hablar de mi trabajo. Pero como no quiero decepcionar a mi amiga, desatiendo mi necesidad de no hablar esa noche de mi trabajo, y diserto (con más vehemencia que nunca, por cierto) de las bondades de las energías renovables. Resultado, esa noche no he tenido una velada nutritiva y me siento muy agotada, pero al menos no he defraudado la expectativa de mi amiga. La ganancia que obtengo: preservar su afecto. A un nivel profundo y no tan profundo, lo que he hecho es conseguir un afecto que dé sentido a mi vida al sentirme querida por mi amiga (esto es una manera de preservar la vida). El precio que pagamos para conseguir el afecto es muy alto, porque anteponemos la necesidad del otro a la nuestra.

Cómo te relacionas con lo que quieres cambiar en ti y no puedes, pero también con lo que cambia y no cambia en ti es clave. Y para ello necesitamos conocernos y comprendernos. Conocer lo que cambia en uno mismo y lo que no. Date unos minutos para anotar aspectos de una y otra característica, antes de seguir leyendo.

Yo te doy un ejemplo mío. En mí cambia la piel, en mí no cambia la fecha de nacimiento. Otro ejemplo, cambian mis prioridades, no cambian mis necesidades fisiológicas básicas (comer, defecar, respirar, dormir). Si comparáramos las listas, la tuya y la mía, tal vez podríamos inferir que aquello que no cambia se parece mucho. Es más, que es universal o general para todos los seres humanos.

Ahora bien, lo que puede no ser tan parecido es cómo me relaciono con aquello que no cambia. Que necesite dormir no cambia, pero cuánto o cómo o dónde, eso sí puede cambiar a lo largo de la vida y en comparación con otras personas. Y lo mismo con las otras necesidades fisiológicas básicas. Qué alimentos como, cuánto, dónde, cómo, con quién; cómo defeco, cuánto, cuándo; cómo es mi respiración, ¿inhalo y exhalo por igual?… En todas las posibles respuestas existen posibilidades de cambio. Y ahí están los hábitos de cuido para conocernos y poder actuar el cambio que necesitamos. 

Cambiar es verbo en tiempo presente y tiene lugar en el cuerpo, del que precisamente nos hemos desconectado o disociado en buena medida. Una parte considerable de nuestras expresiones se han instalado en la cabeza. De hecho, se pone mucho valor a lo que sucede en la parte alta del cuerpo. Se valora y se premia lo que transcurre en el ático. Y está muy bien, las vistas pueden ser muy espectaculares, pero un ático sin bajar a las primeras plantas puede ser un lugar fantasmagórico, deshumanizado, alejado de la realidad, y muy propiciador de estrategias para insensibilizar aquello que no queremos sentir. Pero la función del sentir no es algo que podamos dejar de hacer, no es un interruptor que se apaga automáticamente. Sentimos las 24 horas. Otra cosa es tapar lo que uno siente. Y para tapar lo que uno siente porque contradiría lo que querría sentir, actuamos la resistencia al cambio. SenSIbilizarnos es un Sí a estar en el cuerpo y sentir. Es en el cuerpo donde creamos conciencia.

Nos resistimos al cambio y creamos constantes artimañas para evitarlo. Somos artífices colapsando el cuerpo y negando su movimiento inherente al cambio (que es precisamente lo que nos equilibra); pero también en la otra dirección, negándonos aquello que debería permanecer o no cambiar en nosotros, como es el reconocimiento y puesta en valor de nuestras necesidades, así como el permiso de satisfacerlas de una manera gentil y sana.

                                                                                                                 Imagen de arriba: Marc Chagall

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